Saturday, November 1, 2025

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La grande sala degli specchi

Posted by admin On Agosto - 31 - 2021 Commenti disabilitati su La grande sala degli specchi

Esta vez fue mucho mejor que las otras, no le dolìa y no se sentía débil, fue realmente un gran paso adelante en comparación con unas semanas antes, cuando en cada viaje, le pareció ir a través del infierno. Ella había caído, por lo que se levantó del suelo negro y frío.

El lugar siempre fue el mismo, un enorme salón de baile rectangular con una de las paredes más largas y  ventanas altas y estrechas. Desde el techo, muy alto y con bóvedas ojivales de piedra, colgaba una lámpara de araña de cristal, no emitió luz, la sala sólo estaba iluminada por los rayos de la luna que podían penetrar desde las ramas de los árboles. Estos, sin embargo, se reflejaron en las paredes restantes, eso no quiere decir que la habitación estuviera iluminada, en efecto, había una atmósfera siniestra y opresiva, el polvo de siglos y siglos flotando en el aire, pero no tenía a donde inclinarse, siendo los muebles totalmente ausentes.

Después de levantarse, pensó en experiencias anteriores, miró a su alrededor  y después de media hora más o menos estaba siendo re-limpiada en el ático, en su casa. Esta vez no tenía intención de perder su tiempo ,que estaba segura, le había sido dado por alguien por una razón muy específica. ¿Para qué servían los espejos? ¿realmente estaban allí sólo para reflejar su imagen?, no lo creía.

Con un paso cada vez más seguro, se acercó a un espejo en la pared frente a las ventanas, ella estaba cada vez más cerca, con los ojos perdidos en esa superficie polvorienta, de la que a pesar de esto, podía ver algo.

La imagen se volvió nítida a un ritmo vertiginoso, casi se sentía como si estuviera a punto de ser succionada por el espejo; ¡es imposible!, dijo.

La reflexión, sin embargo, le dijo lo contrario. En la superficie lisa no se podían ver las ventanas con los árboles al aire libre, los rayos de la luna y la lámpara de cristal, en  su lugar, se podía ver una cortina de tela pesada, tal vez brocada y después de esta había una mesa imponente de madera oscura en un suelo de mármol. Esa no era la habitación que había llegado a conocer, sino lo que parecía una sala de estar de los viejos tiempos, esperando en un rincón remoto de su mente, mientras esperaba que pasara, tocó el espejo.

No pasó nada, ella no fue transportada mágicamente a esa sala de estar, ninguna entidad misteriosa parecía pedirle que expresara tres deseos, ningún conejo blanco le dijo que llegaba tarde a la reunión con la Reina, ningún hada vino a decirle que era la hija perdida del Rey de un reino distante que no esperaba nada más que abrazarla antes de morir y dejar la custodia de sus territorios.

¿Tenías que esperar eso?, después de todo, le han estado diciendo durante años, que los cuentos de hadas son para niños, pero cada vez que se lo decían  estaba aún más convencida que era al revés. “No pueden soñar”, creen que la mágia es para los niños, sin darse cuenta de que está dentro de nosotros. Los niños ven la verdad, pero no pueden mirar por encima de la pared de niebla frente a sus ojos, y así niegan: ¿qué podría ser más simple que negar la existencia de algo que nadie ve?, nada.

Eso es lo que la chica siempre había dicho. Ahora, la pregunta que estaba haciendo era: ¿Tengo que seguir creyendo?, creo que fue una pregunta más que legítima. Había sido transportada desde el ático de su casa a una habitación sin puertas y sin ventanas de mango, como si fuera un conejillo de indias de laboratorio en una caja de experimentos. Todo en medio de lo que parecía, en todos los efectos, un bosque sin límites. Después de media hora, lo mismo que la había arrastrado allí ,la aspiró por la espalda en la realidad que sabía.

Se sentó en el suelo y se inclinó hacia atrás en el espejo que  estaba segura, la había traicionado, ¿por qué no pasó nada?, tal vez no era la persona adecuada.

Absorbida en esos pensamientos, no se dio cuenta de lo que estaba sucediendo a su alrededor, después de todo, ¿por qué lo haría? sin embargo, de repente, un espejo a su derecha ya no estaba polvoriento, si  lo deseaba  podía ver el ático que se avecinaba dentro de él.

Pero estaba demasiado atrapada en sus pensamientos para darse cuenta de que algo iba a suceder en muy poco tiempo.
Era la llegada de otra chica, o como se la habría llamado en el momento en que nació, niña. Apareció desde el espejo con extrema elegancia, como si fuera una tina de agua y había resurgido, no se sorprendió al ver al otro, al que como  le había dicho, se llamaban viajeros. Le advirtieron que tarde o temprano pasaría, estaba preparada y no se asustó. Iba a llamarla justo cuando ella levantó la cabeza y gritó, fue succionada por su espejo, sin tener tiempo para terminar el grito que se rompió de repente, su tiempo en el pasillo había terminado.

La chica, sola, suspiró. Ha estado viajando usando espejos durante años y estaba empezando a pensar que se revelarían pronto. Ella había sido debidamente educada, no se sorprendería y de hecho encontraría respuestas a sus preguntas. Hasta ahora no había usado espejos para hacer nada malo, era una chica inteligente a pesar de su corta edad. En ese momento estaba pensando en la chica que había visto, no le inspiraba mucha confianza, parecía una de esas chicas frívolas de su pueblo.

Fue triste, tal vez porque esa fue una de las primeras veces que viajó. Lo más probable es que no supiera por qué se encontraba allí, pero tal vez la estaba subestimando y trató de cruzar un espejo, sin  éxito, al igual que todos los que lo intentaron sin saber qué era y para qué. De repente levantó con orgullo la cabeza, ¿quieren qué les enseñe? entonces ¡les voy a enseñar!, mis dudas no tienen sentido y los prejuicios pueden verse afectados negativamente en nuestro informe, ¡no voy a dejar que eso suceda! ¡lo he estado esperando toda mi vida!. Esto era lo que la chica con una voz dulce y un marcado acento normando dijo en la habitación vacía.

Ella dió media pirueta en sí misma y volvió al espejo del que había venido. Tuvo que ir a casa y contarle todo al Maestro.

Matilda Agnesi, 1 A Scientifico

(Traduzione di Alberto Julio Grassi, 3 A Scientifico)

 

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L’essenza è solo la caccia, la sfida

Posted by admin On Agosto - 31 - 2021 Commenti disabilitati su L’essenza è solo la caccia, la sfida

Atmosfera cupa, il cielo chiama neve. Spero fortemente che questa notte non nevichi tanto quanto ieri, altrimenti si resta bloccati a casa con fucile al chiodo e cane nel box.

Il bosco è spoglio, uno strato di foglie alto 30 centimetri copre il terreno. Difficile passare inosservati e silenziosi: piante nude e terreno “minato” dalle foglie. Drago, il mio setter più bianco che arancio, è carico, ama la caccia tanto quanto me. Anche lui la sente nell’aria. Il pendio a est della collina è buio, il sole sta tramontando mentre il freddo pungente gela le ossa: ma non la passione.

Il silenzio è assordante, l’orecchio sinistro è già da qualche mese che fischia: per fortuna il movimento del cane sul fogliame mi dà un po’ di sollievo. Incomincio a sentirla anch’io. L’orecchio ricomincia a fischiare. Un brivido mi investe: l’ha trovata. Provo a dirigermi nell’ultima direzione in cui l’ho sentito  scarpinare. Eccolo lì, bloccato come una statua sopra una macchia di neve congelata di circa 10 metri quadri: boccheggia e trema, lui sa dove è.

Mi porto dietro, lo accarezzo, non accenna a muoversi. Bianco su bianco, in un paesaggio nudo e grigio. Luce nel buio. La candela tra le tenebre. Incomincio a cercarla ai bordi della chiazza. Ad un certo punto la scorgo e lei scorge me: l’energia generata dall’incrocio di sguardi tra il predatore e la preda si libera in un frullo. Sento solo battere le ali: il tempo, la luce, l’attimo… tutto bloccato. Vedo solo lei, vedo la regina fuggire. È vero: una parte di me vuole impossessarsene, vuole catturarla, vuole ucciderla. L’anima dice di lasciarla andare:  voglio vederla vibrare nel cielo per altre infinite volte per riprovare ancora questo fuoco interiore impossibile da descrivere a qualcuno che non abbia  mai cacciato.

Mollo due colpi. Vola via illesa, dominando il cielo. Drago la cerca esanime senza successo: sconsolato, si siede vicino a me e mi guarda negli occhi. Mi parla: “L’hai sbagliata! Era un tiro così semplice, pulito…”. Amico mio, la tua anima trema quanto la mia: sotto sotto, sai che è meglio così. Incantato, ricarico il sovrapposto. Guardo la creatura che gli uomini chiamano cane, ma che in realtà poco si discosta da essi (il cane spesso è più intelligente di certi animali a due zampe), e dopo aver abbozzato due passi capisce: andiamo a ricercarla. Prego il Signore di farmi vivere mille di questi momenti. L’essenza è la caccia, non l’uccisione in sé.

 

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Storia di una rivolta mancata

Posted by admin On Marzo - 13 - 2021 Commenti disabilitati su Storia di una rivolta mancata

14 giugno 3050 a.C.

da qualche parte nella remota terra di Sumer

Caro diario,

tutte le storia antiche sono scritte nelle stelle; incido questa, invece, su una tavola d’argilla e la dedico a te che mi ascolti sempre, a te che sei lo strumento più prezioso che possiedo, ma anche a tutti i posteri che verranno, perché possano rimembrare i tempi in cui noi scribi impugnavamo le redini della società.

Il nostro lavoro è sempre apparso, agli occhi del popolo, un lavoro semplice, destinato a coloro che non erano in grado di lavorare la terra come i contadini. Siamo spesso stati etichettati come i contenitori del grano delle nostre Ziggurat, siamo i ladri, i traditori… La nostra città è sempre stata una delle più deboli, i nobili e il sovrano nuotano nel lusso e nell’ozio, i miei colleghi scribi non portano mai a termine il loro lavoro come dovrebbero, tanto che a volte penso di essere l’unico con un po’ di buon senso.

Oggi, per esempio, io ed un mio collega, Kashir, avremmo dovuto riscuotere le tasse dal popolo ma, come sempre, lui non si è presentato e ho dovuto svolgere il lavoro anche al posto suo. Per ogni persona che passava, il mio senso di colpa aumentava, ogni shekels che riscuotevo era un pezzo di pane in meno per ogni uomo, donna, bambino.

Ogni persona che versava la tassa mi lanciava occhiatacce fulminanti, ma non solo, anche insulti; a volte occorreva l’intervento delle guardie perché certe discussioni sfociavano in veri e propri conflitti. Ero stufo ed esausto, non sopportavo più questa situazione, era il caso che qualcuno facesse qualcosa: la popolazione era stanca e di sicuro mi avrebbe appoggiato, ma avevo bisogno di un capo, così decisi di parlare con il sovrano. Avrei fatto un ultimo tentativo per cercare di farlo ragionare, così dopo aver assolto ai miei ultimi incarichi di contabilità, andai a parlargli.

Il sovrano non era molto sveglio e nemmeno molto intelligente, per questo credevo di avere una possibilità, ma mi sbagliavo: dopo mezz’ora di interminabili discorsi, il sovrano mi disse di smetterla con queste sciocchezze e di continuare con il mio lavoro e di non preoccuparmi di questi affari. Io rimasi spiazzato e disgustato dalle sue parole: egli sosteneva che il problema non fosse la nobiltà o lui stesso, ma del popolo che non riusciva a produrre più viveri.

Pensai che non c’era nessun’altra soluzione se non una rivolta: cercai in tutti i modi di farmi ascoltare, di farlo ragionare, ma lui non mi degnava nemmeno della sua attenzione, sembrava addirittura infastidito dalla mia presenza. Decisi di andarmene e di organizzare una rivolta, e in quel momento il popolo si divise in due parti: coloro che sostenevano il sovrano e ritenevano che la forza degli dei si sarebbe scagliata su di noi se avessimo provato a spodestarlo, e coloro che invece sostenevano la causa. Così la decisione fu presa: al calar del sole avremmo rovesciato il potere.

Ma le cose non andarono come previsto: una spia del sovrano scoprì il nostro piano e fece arrestare e giustiziare tutti gli oppositori. Ed eccoci arrivati alla fine della storia.

È così che il potere assoluto opera, censura e zittisce tutti coloro che si oppongo alla tirannia, ricorrendo al più brutale e ingiusto dei metodi, l’esecuzione. Per questo scrivo questa testimonianza, per far sentire la voce della ragione e dell’innocenza.

Intanto, aspetto paziente la fine della mia vita terrena e prego la dea della giustizia, affinché emetta la giusta sentenza.

Dacca Remus.

Vasil Georgiev Dimov, 1 A Quadriennale

 

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La normalità fa per tutti, non per me

Posted by admin On Marzo - 13 - 2021 Commenti disabilitati su La normalità fa per tutti, non per me

di Viola Ghitti*

Era un ragazzo comune. Occhi e capelli color nocciola, anche se i capelli tendevano al cioccolato. Un cioccolato di quelli buoni. Di quelli amarissimi ma buoni. Di quelli che un crac e ti innamori. Un cioccolato che lui adorava. Che avrebbe scambiato per qualsiasi altra cosa. Ma lasciate che vi spieghi la sua storia.

Era nato in una famiglia che mi piacerebbe definire speciale. Ho avuto la fortuna di conoscere i suoi genitori qualche anno fa e devo dire che sono davvero persone fantastiche. Nulla di particolare. Nessun dottorato. Nessuna laurea o impieghi super prestigiosi. Lui faceva il camionista: girava per l’Europa con il suo camion, un Mercedes Actros rosso fiammante di cui andava fierissimo e che non l’aveva mai lasciato a piedi. Neppure quando, nel bel mezzo dei boschi danesi, aveva bucato un copertone e la città più vicina si trovava a 20 km. Trasportava lamiere di ferro che ogni tanto, come aveva detto lui, “non stavano proprio al loro posto”.

Lei invece era un’infermiera. Curare le persone, per lei, era la gioia più grande. Quando i suoi pazienti soffrivano stava male pure lei. Come quando in ospedale era arrivato un ragazzo che, dopo essere caduto in moto, aveva avuto un’amnesia e non ricordava come si chiamasse né da dove venisse. Le era rincresciuto così tanto che, al posto di tornare a casa, aveva preferito rimanere al lavoro e fargli compagnia.

Ricordo ancora che, quando mi avevano aperto la porta di casa, mi era sembrato di entrare in un mondo surreale. I muri luccicavano come il castello di un mondo nascosto, un mondo di principesse e gnomi. Sulla destra c’era il divano, rosa confetto. Poco più avanti il tavolo color lillà e sulla sinistra la cucina di marmo con inserti “glitterosi”. Sopra la televisione, un quadro raffigurava Biancaneve mentre addentava la mela e sotto c’era scritto: “Pensa, prima di agire, se non vuoi finire come Biancaneve”. C’era un quadro di questo tipo anche dietro il divano, dove Belle ballava con il Mostro. La frase questa volta era: “Lascia perdere le apparenze, guarda più a fondo e troverai qualcosa di speciale”.

Le camere da letto erano una favola, nel vero senso della parola. Quella padronale aveva un letto matrimoniale a forma di castello: ai lati c’erano due torri e per accedervi due piccole scale, una da un lato e una dall’altro. La camera di Alessandro era, se si può dire, più normale. Il colore dominante era il rosso: armadi rossi, scrivania rossa, lampada rossa. Pure il letto era rosso, ma quello era il punto forte della stanza. Immagino che il mio amato adorasse il film “Cars”, perché il suo letto aveva la forma di Saetta McQueen. Tutti hanno qualche segreto, ma non immaginavo che quello di Ale fosse di dormire, letteralmente, all’interno di un’auto.

Qualunque cosa state pensando, azzerate i vostri pensieri, perché quella casa, anche se strana, era davvero qualcosa di speciale. Avete presente quando entrate in una stanza e vi sentite, in qualche modo, accolti? Ecco, la casa di Ale era la casa più accogliente in cui fossi mai entrata. Ogni singolo dettaglio rendeva l’ospite parte di quel piccolo capolavoro. Ed è bello essere coinvolti in qualche cosa.

Come qualunque altro ragazzo che fosse nato in una casa così era cresciuto con l’idea di vivere in una favola. “Ale alla scoperta dei pianeti con la principessa Lucilla” l’aveva intitolata quando, a cinque anni, aveva dato un bacio alla sua amica Lucilla e aveva deciso che sarebbero diventati principe e principessa, avrebbero rubato un razzo alla NASA e poi sarebbero andati alla conquista dei pianeti intorno alla Terra. Nessuno gli credeva quando raccontava la storia del suo futuro da principe alla scoperta di nuove terre, così con il passare degli anni la favola era diventata un segreto. Un segreto da tenere nascosto più della sua amata cioccolata. Anche la sua casa era diventata un luogo da nascondere a tutti i costi. Non voleva che i suoi coetanei vedessero chi fosse in realtà. A scuola si comportava come gli altri, si confondeva con la massa. Era suo intento risultare uguale agli altri per non sembrare di non essere come si mostrava. Era a casa che lui era davvero se stesso. Lì, spesso, si travestiva da principe azzurro e correva per il corridoio con una spada in mano. Alcuni giorni si travestivano anche i suoi genitori e insieme inscenavano la scena principale di alcuni dei loro film Disney preferiti.

Cercava di convincersi che non si vergognava di essere ciò che era, ma sotto sotto aveva una paura immensa di rivelare al mondo la sua vera anima da principe delle favole. Credulone, l’avrebbe chiamato qualcuno. Fesso, gli avrebbero detto altri. Sfigato. Nerd. Bambinone.  Sognava i suoi compagni di classe che, quando era alla cattedra per un’interrogazione, gli tiravano i pomodori. Sognava i suoi amici che lo attendevano sotto casa con una pistola in mano e gli intimavano di spararsi. Sognava la sua morosa (l’amore per Lucilla era finito presto, ma il titolo non era cambiato) che scopriva chi era veramente e lo buttava giù dalla finestra del suo appartamento all’ottantesimo piano.

Ma il sogno più comune era quello in cui i suoi genitori gli rivelavano che in realtà la storia della favola era tutta un’invenzione e lui era un ragazzo come tutti gli altri, con una vita comune e nessun futuro principesco. L’idea che la sua più antica e fondata convinzione fosse in realtà una bugia lo tormentava. Era diventata la sua fissazione numero uno. Se per Amleto era “Essere o non essere?”, per Socrate la ricerca della verità e per Putin quella di essere avvelenato, quella di Ale era di vivere in una finta favola, proprio come in “Truman Show”.

E poi era arrivato il giorno in cui Cassandra, la sua principessa, si era presentata a casa sua per fargli una sorpresa. Era domenica e avevano pranzano in giardino, travestiti da gnomi. Erano i primi giorni di primavera ed era tradizione che diventassero gnomi per inaugurare la nuova stagione. Dopo mangiato raccoglievano i fiori dal giardino e poi se li lanciavano, inaugurando la prima battaglia di fiori di questo mondo. Erano sdraiati sull’erba ad assorbire l’energia del sole, quando Cassandra aveva suonato al campanello, così Ale era andato ad aprire. Quando l’aveva visto si era messa a gridare. I suoi genitori, sentendo le grida, erano corsi da lui per vedere cosa stesse succedendo ed era davvero scoppiato il finimondo. “Ma che siete, pazzi?” aveva chiesto lei. Aveva chiesto ad Ale di non chiamarla più e non farsi più vedere, perché non voleva avere niente a che fare con i matti. Lui aveva cercato di convincerla che i pazzi erano i suoi genitori, non lui. “Io sono normale, sono loro che credono di vivere in una favola Disney” aveva gridato. L’aveva detto talmente forte da farsi sentire da loro, i diretti interessati. Quando Ale era tornato in casa e aveva visto i loro visi corrugati dalle lacrime si era sentito come nei suoi sogni, solo che lui non era quello preso di mira, ma il bullo. Però era andato in camera. Non gli aveva parlato. Non voleva parlargli. La sua mente era piena di domande: Cassandra se n’è andata per sempre? Siamo davvero dei pazzi? Sono anche io come i miei genitori o lo sembro solo perché sono nato qui?

Ed erano queste le domande che si porgeva quando l’ho conosciuto. Esattamente cinque mesi fa. Ci siamo conosciuti a New Orleans, la città degli artisti. “The crazies’ city” l’ha chiamata lui la prima volta che mi ha rivolto la parola. Io facevo la barista per pagarmi l’alloggio negli USA e lui era in viaggio per lavoro. Aveva trovato questo impiego retribuito abbastanza bene e aveva preso il primo aereo per gli States. Poi avevamo scoperto che provenivamo dalla stessa zona.

E ci eravamo innamorati. Lui di me. Poi io di lui. Però io alla fine dell’estate tornavo in Italia perché dovevo iniziare l’università. Così anche lui aveva deciso di tornare con me. E mi aveva invitato a casa sua a cena.

Ed era allora che ero entrata in quel mondo fiabesco della famiglia Zani. In quel mondo di cui pochi erano a conoscenza, perché non tutti erano in grado di accettare certe cose. In quel mondo fantastico che Alessandro aveva dimenticato fino alla sera in cui non mi aveva conosciuto. Già, perché io mi chiamo Lucilla.

Quella sera aveva capito che la sua vita poteva essere una fiaba oppure no, stava a lui deciderlo. Poteva decidere di uniformarsi al gregge delle persone comuni, oppure seguire la sua anima ed essere un principe che vuole conquistare nuovi pianeti. Ed aveva deciso che la normalità fa per tutti. Ma non per lui. Lui voleva passare le domeniche d’estate in giardino travestito da elfo, perché d’estate ci si veste da elfo. Voleva vestirsi da Babbo Natale il giorno di Natale. Voleva interpretare Richard Madden nel live-action di Cenerentola. E più di tutto voleva trasmettere ai suoi figli queste tradizioni.

Io e Ale abbiamo due figli: Bella e Azzurro. Viviamo in una casetta che sembra quella della strega di “Hansel e Gretel”, senza però la strega. La gente è stranita. Ci evita. Ma sinceramente non mi interessa niente di quello che credono loro. La mia vita era triste, poi tutt’a un tratto sono diventata la principessa di una favola Disney e tutto è diventato più bello. Più rosa.

*Scuola Militare Aeronautica  “Giulio Dohuet” (Firenze)

 

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Storia di un oplita: incubi dalla guerra

Posted by admin On Agosto - 22 - 2020 Commenti disabilitati su Storia di un oplita: incubi dalla guerra

di Gioele Valesini, Liceo Quadriennale

PROLOGO – Molte persone dicono che con l’età la memoria piano piano si affievolisce, eppure anche se sono passati tanti anni quando chiudo gli occhi le immagini mi sovvengono alla mente, nitide come se fosse passata appena qualche luna invece degli innumerevoli inverni trascorsi da quegli avvenimenti. I primi ricordi che ho sono i migliori: campi rigogliosi, piccole casupole di legno, lo scorrere sinuoso di un piccolo torrente lungo la pianura e bambini che si rincorrono, si nascondono e a volte giocano a fare i soldati ma senza ferirsi e sempre pronti ad aiutarsi anche tra schieramenti opposti.

Però vi sono notti in cui queste visioni si oscurano fino a sparire, per essere rimpiazzate dagli incubi, visioni oscure, piene di sangue e fiamme. Immagini di un demone vestito di ferro, gli occhi due fessure che sbucano dall’elmo insanguinato mentre intorno a lui le fiamme divampano, uomini corrono, urlano, invocano pietà e muoiono. E in tutto questo l’essere rimane indifferente, fermo in mezzo alla devastazione con la lancia stretta in pugno, lo scudo a terra e la corazza schizzata del sangue degli innocenti che hanno osato pararsi davanti alla furia omicida di cui il demone è in balia.

Ma quando finalmente il demone, sporco e insanguinato, si volta e rivela la sua vera identità mi sento trascinato verso il basso come se il terreno mi inghiottisse e mi sveglio, avvolto nelle coperte inzuppate di sudore. Questa è una di quelle notti, ma ora che sono vicino al tramonto della mia vita ho deciso di affrontare per l’ultima volta i miei demoni di modo da potermene andare da questo mondo a cuor leggero, senza alcun rimpianto per ciò che ho fatto nel corso della mia lunga vita.

Scendo dal pagliericcio e mi dirigo alla cucina, i miei passi rimbombano per le stanze vuote della casa e riescono quasi a oscurare il rumore delle pulsazioni accelerate del mio cuore. Mentre mi avvicino alla porta piccole gocce di sudore mi scorrono lungo la fronte, ma ormai ho deciso: questa notte non mi arrenderò. Apro la porta e mi reco in riva al piccolo torrente che scorre lungo il fianco della collina.

L’ultima volta che venni qui i miei capelli erano ancora lunghi e fluenti e le mie membra erano permeate dalla forza della gioventù mentre ora le mie povere braccia raggrinzite fanno fatica a sollevare la grossa pietra sull’argine del fiume. Dopo innumerevoli tentativi però sono finalmente riuscito a scostare la roccia e a riportare alla luce il nascondiglio della mia vergogna e del mio passato.

Questo è l’atto finale, dopo oggi non rivedrò mai più questo paesaggio che mi fu così caro nella mia gioventù, ma nemmeno rivivrò di nuovo le notti di incubi.

Le mani mi tremano mentre allungo le braccia verso la sacca di tela posta in fondo alla fossa, ma mi costringo a prenderla e la sollevo fino a estrarla dalla buca in cui è giaciuta per molti anni, la adagio sull’erba verde dei prati che circondano la mia piccola casa.

Il cuore mi batte all’impazzata mentre infilo la mano nella sacca e la rivolto, portandone all’esterno il contenuto. Gli occhi mi si riempiono di lacrime e faccio fatica a controllarmi e a non fuggire lontano da ciò che per una qualsiasi persona potrebbe essere motivo di rispetto, ma che per me è l’incarnazione del terrore. Mi costringo a guardare gli oggetti del mio passato. Ed eccolo, adagiato sul campo, il mio vecchio equipaggiamento da oplita.

Tutto sembra nuovo come quando mi venne consegnato nel giorno maledetto in cui il mio destino cambiò. Il mio elmo sormontato dalla lunga cresta rossa, la thoprax di lucido bronzo che in molte occasioni mi salvò la vita, la spada acuminata causa del lamento di innumerevoli mogli e figli, ma soprattutto l’oplon, il simbolo della gloria degli opliti, per me diventato ormai un marchio di vergogna.

Il grande scudo decorato dall’immagine dell’elmo nero in campo rosso, simbolo della mia unità di appartenenza, sembra scrutarmi l’anima e all’improvviso mi ritornano alla mente i molti uomini che vi si sono gettati contro per poi perire. Gli oggetti che per molti anni furono testimoni della mia vergogna sono ancora lucidi e integri, come se le innumerevoli stagioni trascorse da quel giorno d’estate in cui furono nascosti dalla luce del giorno non avessero peso su di loro come ce l’hanno su di me. I ricordi mi tornano alla mente e stavolta non riesco, non voglio respingerli, e dunque ecco che vengo trasportato di nuovo nei luoghi della mia infanzia.

Capitolo 1, Tebe, 27 anni prima (segue dal n° precedente)

I tiepidi raggi del sole filtrano attraverso la piccola finestra della casa, gli uccelli fanno capolino dai loro nidi tra le alte fronde degli alberi riempiendo l’aria con i loro canti mentre la brezza primaverile corre sulle colline seguendo il corso del ruscello fino ad arrivare a accarezzarmi delicatamente la pelle. Apro lentamente gli occhi e intorno a me vedo gli stessi oggetti che hanno decorato questa casa per tutti i 20 anni che vi ho passato, senza mai cambiare posizione quasi fossero delle colonne che reggono la struttura e le permettono di rimanere in piedi e forse è così; d’altronde senza i ricordi correlati ad essi questa sarebbe solo una casa come mille altre. Il suono della porta che si apre e un gran numero di espressioni colorite mi distolgono dalle mie riflessioni. Giro la testa e guardò sorridendo l’imponente figura che si staglia sull’ingresso.

“Buongiorno Timoteo” dico con voce melliflua, “a cosa devo questo caloroso risveglio?”

“Risparmiati l’ironia Alexis, sappi che è stata un’impresa degna di Eracle strappare tutte le erbacce da solo.”

Mentre lui mi parla ancora una volta osservo la sua figura imponente. Il mio sguardo corre dalle sue gambe per tutta la lunghezza del suo corpo fino ad arrivare al suo viso. Quel volto che ormai era familiare quanto il veder sorgere e tramontare il sole e che sembrava quasi una statua con quei lineamenti rettilinei, apparentemente privi di qualsiasi curvatura, la fronte prominente, il naso aquilino, la barba ormai grigia portata corta che incornicia una mascella squadrata, perfino le rughe sembravano perfettamente dritte e parallele tra loro. E in mezzo a questa scultura vi erano due occhi di ossidiana, profondi e attenti, che scrutano tutto ciò che li circonda tenendolo sotto controllo, come se si aspettassero che da un momento all’altro qualcosa potesse aggredirli.

“Beh hai finito di osservarmi come se fossi Febo Apollo che balla con una capra? C’è tua madre qua fuori che vuole parlarti”

“Mia madre?”

“È quello che ho detto no? O hai due madri e non me lo hai mai detto?”

Mi alzo in piedi e vado rapidamente verso l’angolo della stanza dove appeso a un gancio alla parete sta il mio chitone rosso. Lo indosso in fretta e furia e esco di corsa dal casolare. Intorno a me vedo le verdi colline piene dei fiori appena spuntati grazie al ritorno del sole primaverile dopo il lungo e freddo inverno, intorno ad esse i campi di grano ondeggiante mentre viene accarezzato dal vento primaverile mentre i contadini escono dalle case e si dirigono verso di essi per iniziare la loro dura giornata di lavoro. E sullo sfondo di questo paesaggio le mura bianche della città di Tebe, la città da cui viene mia madre.

“Buongiorno Alexis”. La calda voce di mia madre accarezza le mie orecchie e distoglie il mio sguardo dal paesaggio che mi circonda. Ed eccola lì mia madre una donna piccola avvolta da una lunga tunica bianca con ricami rossi dalla cui sommità svettava il suo volto leggermente squadrato, il naso aquilino, una folta chioma di capelli neri e quegli occhi verdi che sembravano scrutare ogni cosa potendone intuire tutti i segreti, quasi fossero delle parole di un libro aperto. A incorniciare tutto ciò una folta chioma di capelli neri come le ali di un corvo.

“Mamma! Come mai sei venuta a trovarmi?”

“Te lo sei forse dimenticato? Oggi compi finalmente ventuno anni, sei un adulto a partire da oggi.”

Un sorriso affiora sul mio volto e subito viene imitato da mia madre.

“Beh allora? Che pensi di fare adesso che sei un uomo a tutti gli effetti?”

“Beh ecco non ho le idee molto chiare credo che visiterò l’oracolo di Delfi per chiedergli consiglio.”

Alla parola “oracolo” il sorriso scompare dal volto di mia madre e un lampo di paura, simile a quello che compare negli occhi degli animali quando con le spalle al muro capiscono che non riusciranno a sfuggire alla lancia del cacciatore, appare nello sguardo di mia madre.

“Madre? Ho detto qualcosa che non avrei dovuto?”

Le mie parole sembrano risvegliarla da un incubo, il lampo di emozioni che lampeggiava negli occhi di mia madre scomparve sostituito dal consueto velo di mistero e l’espressione affabile e gioiosa di un attimo prima ritorna sul suo viso.

“Certo caro, se vuoi potrai andare a Delfi ma credimi gli Oracoli, men che meno quello appartenente a quella città, non ti porteranno niente di buono ti diranno solo ciò che tu già sai. Comunque ora devo andare, tieni qualche dracma, vai in città insieme a Timoteo e divertitevi, io e te ci vedremo stasera per festeggiare.”

Detto questo mi stringe la mano e vi lascia scivolare qualche moneta d’argento, dopo di che mi abbraccia e se ne va. Per qualche minuto rimango a guardare la sua figura che si fa sempre più piccola mano a mano che si allontana, quando ormai mia madre non è altro che un puntino sull’orizzonte mi giro e corro verso casa, ansioso di dire a Timoteo che oggi avremmo potuto trascurare i campi per dedicarci, a modo nostro, alla venerazione di Dionisio.

Capitolo 1, Tebe, 27 anni prima (parte seconda)

Ripenso all’insolito lampo di paura apparso negli occhi di mia madre all’udire la parola Oracolo. Non ricordo di averla mai vista venir colta da un terrore così profondo da rimanere impotente, senza avere la forza di reagire, quasi fosse un grande guerriero che nonostante abbia combattuto con onore e coraggio deve arrendersi alla superiorità del nemico e accogliere l’arrivo del freddo abbraccio di Thanatos senza poter fare nulla.

Mentre la mia mente vaga, però, il mio corpo rimane saldamente ancorato a terra, o meglio alla radice nella quale il mio piede si incastra facendomi ruzzolare a terra e riportandomi alla dura realtà. Prima ancora però che abbia il tempo di rialzarmi una grossa risata attira la mia attenzione, alzo il capo e davanti a me ritrovo Timoteo, che sembra trovare infinitamente divertente la mia caduta.

“Beh, hai perso forse qualcosa e hai deciso di avvicinarti al terreno per cercarlo?” mi dice continuando a ridere sguaiatamente.

“No, stavo continuando l’ormai senza speranza ricerca della tua simpatia, ma credo che nemmeno Gea abbia il potere di ritrovarla, forse perché l’hai smarrita da lungo tempo o più probabilmente perché non è mai esistita.” rispondo.

“Invece di restare fermo a fissarmi ridendo come fossi un animale che gira in tondo cercando di mordersi la coda, perché non mi aiuti a rialzarmi? Se lo fai potrei anche decidere di condividere con te il dono per la mia maturità”, dico aprendo il palmo e rivelando al sole mattutino le dracme argentate donatemi poco prima.

Alla prospettiva di una giornata passata a godere dei doni di Dioniso ed Eros senza dover sborsare i soldi duramente guadagnati nei campi il volto di Timoteo si illumina come il cielo a mezzogiorno e l’espressione di gaudio già presente sul suo viso lascia il posto a una vera e propria estasi.

“Bene, bene; questo sì che è un risvolto decisamente positivo della giornata e io che pensavo avrei dovuto passare l’intero pomeriggio ad arare i terreni a Sud.” dice porgendomi la mano per aiutarmi a rialzarmi.

Allungo il braccio e nel momento in cui i nostri palmi si toccano la mano di Timoteo si chiude in una morsa e in un istante mi ritrovo stretto in un rude abbraccio. Rimango in balia dello stupore di fronte a questo gesto e per un istante la mia mente indaga sul motivo per cui un’azione tanto semplice assuma per me un significato tale da spingermi alla commozione, tuttavia è per la ragione impossibile giungere alla risposta che, almeno per ciò che concerne le emozioni, appartiene all’anima.

Tuttavia il momento termina, così com’era iniziato, in un istante lasciando immutato il mondo circostante ma gratificato e gaudente il mio animo. Timoteo si allontana da me e per un attimo il suo sguardo indugia su di me osservando come, nel corso degli anni, il tempo abbia cambiato il mio corpo trasformandomi nell’uomo che sono ora.

“Beh, ragazzo, non so veramente cosa dirti, se non che sono orgoglioso di poterti finalmente definire un uomo. Ora sarai tu a tenere la penna con cui scriverai la storia della tua vita: sono molto curioso di vedere che tipo di racconto ne uscirà fuori; però, se ti posso dare un consiglio, come prima pagina della tua vita adulta ci vedrei bene una sbronza colossale insieme a me, che ne pensi?”

“Che ne penso, Timoteo? Credo che sia un proemio degno dell’Iliade”.

“Allora che cosa stiamo aspettando? Muoviamoci e che Zeus ci fulmini se torneremo prima che l’alba sorga nuovamente”. Detto questo ci voltiamo e ricominciamo a percorrere il sentiero sterrato attraverso i campi. Mentre camminiamo tutto intorno a me scorre il paesaggio che per 21 anni ha fatto da sfondo a ogni mia giornata, i grandi campi di grano tanto splendenti nella luce del pomeriggio da fare sembrare le colline avvolte da un manto dorato su cui, di tanto in tanto, vi sono dei ricami, le casupole dei contadini, e a ornare tutto ciò sottili fili di fiori, piccoli fiumi d’ogni colore che rifulgono di piccoli diamanti di rugiada posti sui loro fondali. Purtroppo tutta questa bellezza, o forse la mia disattenzione, mi portano a non accorgermi di essere arrivato dinnanzi alle mura della città e mi ritrovo bruscamente riportato alla realtà da un vecchio mercante evidentemente importunato nel suo percorso dalla mia presenza nel mezzo del viale.

“Sempre con la testa altrove, eh, Alexis? – mi dice Timoteo – Dai forza ritorna in te ed entriamo in città “. Dopodiché si volta e attraversa la porta delle mura, entrando a Tebe.

Per un attimo lascio che il mio sguardo vaghi sulle imponenti costruzioni in pietra su cui i soldati montano la guardia, scrutando dall’alto la massa di persone sottostante; ma la prospettiva di festeggiare è viva nella mia mente e non lascia il tempo di indugiare, dunque anche io mi dirigo verso la porta e dopo aver attraversato un breve tratto di oscurità sotto alla volta del passaggio rimango per un attimo accecato dalla luce della magnificente città che si dispiega dall’altra parte.

Capitolo 1, Tebe, 27 anni prima (parte terza)

Quando Timoteo e Alexis, dopo il loro incontro, hanno ormai raggiunto la città di Tebe.

Riapro gli occhi e la visione che si presenta ai miei occhi è tanto vasta quanto magnifica: davanti centinaia di persone percorrono la strada lastricata sotto i miei piedi, uomini e donne estremamente diversi tra loro, alcuni sono cittadini di ritorno alle proprie case, altri invece stranieri portati in città dai propri interessi, sia che questi siano di nobili o vili fini.

Mi volto verso Timoteo e i nostri sguardi si incontrano, nessuno dei due proferisce parola, ma entrambi sappiamo dove ci dirigeremo: alla locanda dell’Oplita Barcollante.

Senza indugio iniziamo a percorrere la strada principale e, mentre camminiamo, la mia mente già va ripercorrendo i pochi ricordi legati a quel locale posto sulla parte destra di una piccola viottola poco distante dall’agorà; una memoria in particolare giunge alla mia mente, quella di un incontro avuto alcuni anni prima quando, durante una notte temporalesca, con la scusa di ripararmi dall’ira di Zeus, avevo atteso l’alba nella locanda.

Inizialmente ricordo di non esser stato molto tranquillo all’idea di restare da solo in un luogo ove, come suggerisce il nome stesso, i vecchi soldati ormai congedati passavano il proprio tempo inneggiando alle proprie gesta passate e, grazie all’ausilio del vino, pronti a difendere le proprie storie, spesso inverosimili, anche con la violenza.

Quella notte la locanda era tuttavia deserta, nessun’avventore aveva avuto l’ardire di sfidare la tempesta in nome di una caraffa di vino.

Presa una coppa e una brocca piena di nettare dionisiaco per riempirla ogni qual volta questa si fosse svuotata, mi ero diretto verso il tavolo ove eravamo soliti sederci io e Timoteo, nell’angolo posto all’estrema destra del locale.

Tuttavia mentre mi avvicinavo, già pregustando il sapore asprigno del vino di bassa qualità, mi accorsi della figura ammantata d’ombra che era rimasta fino a quel momento invisibile ai miei occhi. In principio ero intimorito, tuttavia mi dissi che non sarebbe successo niente e, preso un grande respiro e sfoderato un sorriso accomodante, mi diressi con decisione verso l’oscuro personaggio.

Mi sedetti proprio a fianco a lui, ma questi rimase chiuso in un silenzio mortale, senza distogliere lo sguardo dall’oggetto che teneva in una mano, continuando a girarlo e rigirarlo all’interno del palmo.

Per lungo tempo l’uomo rimase rinchiuso nella sua armatura e, dunque, non potei fare nient’altro che osservarlo attentamente, sperando di poter leggere attraverso i suoi lineamenti una storia che mi potesse indicare il tipo d’uomo con cui avevo a che fare.

Ben presto mi resi conto di come quel corpo, che inizialmente non avevo notato, era da vicino una figura estremamente imponente, resa ancora più impressionante dai tonici muscoli celati al di sotto di una pelle di un colorito estremamente pallido, quasi cadaverico.

Tuttavia non era il corpo dello sconosciuto avventore l’oggetto della mia attenzione, ma il suo volto.

Il viso di quell’uomo era tanto bello quanto inquietante, terribile e magnifico al tempo stesso, come fosse uno splendido tempio che cade sotto il peso degli anni ma che, nel momento in cui la sua bellezza si unisce all’effimera magnificenza della distruzione, raggiunge il proprio massimo splendore.

di Gioele Valesini, 2 Quadriennale

Capitolo 1, Tebe, 27 anni prima (parte quarta)

Quando Timoteo e Alexis sono nella taverna dell’Oplita Barcollante e Alexis avvicina uno straniero.

Il viso di quell’uomo era tanto bello quanto inquietante, terribile e magnifico al tempo stesso, come fosse un magnifico tempio che cade sotto il peso degli anni ma che nel momento in cui la sua bellezza si unisce all’effimera magnificenza della distruzione raggiunge il proprio massimo splendore.

Un dettaglio in particolare contribuiva a rendere quello che altrimenti sarebbe stato uno splendido ritratto in un’immagine quasi grottesca, infatti mentre uno degli occhi del misterioso sconosciuto era di un vivace azzurro cielo il suo gemello era di un nero talmente profondo che persino la notte più scura sarebbe impallidita a suo confronto, l’iride e la pupilla unite in un’unica pozza di pura oscurità, per certi versi simile a quelle presenti negli occhi di mia madre.

Tuttavia mentre quelli di quest’ultima sembrano celare al proprio interno segreti e misteri di un tempo ormai passato gli occhi di quello sconosciuto sembravano contenere le memorie di un passato infinitamente doloroso, i cui ricordi continuavano a perseguitare il proprio contenitore, rendendogli impossibile abbandonare il fardello che per troppo tempo era stato sostenuto dall’anima.

Proprio mentre quest’intuizione raggiungeva la mia mente il misterioso avventore distolse lo sguardo dall’oggetto che era stato fino a quel momento il centro delle sue attenzioni, fissandolo invece sui miei occhi, trasmettendomi in un solo attimo un tale carico di sofferenza e angoscia da inchiodarmi al suolo e rendendo, sotto il loro peso, impossibile ogni movimento.

E proprio nel momento in cui pensavo di non poter sopportare oltre un tale fardello, lo Sconosciuto parlò.

“Qual è il tuo nome, ragazzo?” mi chiese. La sua voce era estremamente profonda con dei toni talmente bassi da rendere quasi impossibile carpire quanto stesse dicendo.

La saliva mi riempiva la bocca ed il sudore mi scivolava lentamente sulla mia fronte, ma non potevo certo restarmene zitto senza rispondere alla domanda di quello sconosciuto  avventore, così deglutii e, cercando di mantenere un tono fermo ma al tempo stesso pacato, dissi: “Mi chiamo Alexis, vengo dalle campagne ad ovest della città. Tu invece? Sai, non hai l’aria di essere di queste parti”.

Per qualche secondo lo Sconosciuto rimase in silenzio, quasi nella sua memoria stesse ripercorrendo a ritroso le numerosissime strade di un viaggio ancor più lungo.

Fu questione di pochi secondi al termine dei quali l’uomo sembrò prendere una posizione e una volta che in pochi, rapidi sorsi ebbe prosciugato quanto rimaneva del vino contenuto dalla brocca si schiarì la gola e disse: “Sei arguto ragazzo… cogli nel segno affermando che io sia uno straniero, ma non sono in grado di dirti da dove io provenga, troppo tempo sono stato lontano da casa e ormai null’altro che i ricordi mi sono rimasti del luogo che mi fu natale”.

Al sentire queste parole così piene di tristezza subito nella mia gola si formò un nodo, non riuscivo a tollerare l’idea di quanta amara dovesse essere una vita priva di un’origine, di un posto sicuro in cui tornare per trovare conforto e riparo dalle avversità di una vita spesso troppo dura.

Tuttavia, seppur con la gola ostruita, riuscii a porre a quell’uomo misterioso un’altra domanda, sorta spontanea nella mia mente ed alimentata dalle parole dello sconosciuto: “Qual è il tuo mestiere?”

Gioele Valesini, 2 A Quadriennale

 

 

 

 

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